Agricultura 3.0: ¿Realidad o ficción?

Imaginemos que un silencioso dron sobrevuela hectáreas de terreno en torno al lago. Fotografía cada milímetro de los campos, rebosantes de frondosas plantaciones de maíz y envía inmediatamente las imágenes, capturadas en tres dimensiones y con medición térmica, a la base de datos a través de una conexión inalámbrica híperveloz. El servidor central recibe simultáneamente los datos de temperatura, humedad y grosor que le suministran unos sensores repartidos por el terreno y otros chips colocados en cada una de las plantas. Si se detecta algún problema, o a través de las imágenes se deduce la posible presencia de alguna peste, el sistema lo corrige al instante, ya sea a través de los circuitos de riego automáticos, los tractores automatizados o los brazos robotizados con raíles que recorren la plantación.

El maíz, editado genéticamente, se distribuye en distintos cuadrantes en función de su color y su sabor, para satisfacer así los gustos de todo tipo de consumidores. Son plantas enormemente productivas. Los retoques en su ADN garantizan también que estas variedades resistan las plagas endémicas del lugar y que sean capaces de salir adelante con la menor cantidad de agua posible, además de resistir a las cada vez más frecuentes tormentas e inundaciones que azotan esta parte del mundo.

Como en tantos ámbitos de la vida, lo que hace un par de décadas podía sonar a agricultura-ficción” es hoy una realidad más que posible. La velocidad a la que se producen los distintos avances tecnológicos empujan a muchos a pensar que la llamada agricultura de precisión –de la que hablaremos ahora–, combinada con la ingeniería genética y el uso de los datos, puede solucionar la mayoría de problemas que presentábamos en el primer capítulo de este libro y alimentar a los casi 10.000 millones de personas que seremos en 2050 con la máxima eficiencia en el uso de los recursos y adaptándose al cambio climático y demás desafíos.

La Revolución Verde se llevó a cabo aprovechando los avances químicos y de ingeniería agrónoma que siguieron a la II Guerra Mundial. Aplicando tecnologías que, como hemos visto, no tenían en cueta la sostenibilidad. Quizá por eso, una de las principales preocupaciones antes de lanzarse a una nueva revolución agrícola es que esta sea cualitativamente diferente a aquella que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX.

Los defensores de aplicar las últimas tecnologías a la producción de alimentos sostienen que las técnicas de hoy no solo permiten una producción inofensiva para el entorno, sino que pueden convertir la agricultura, la ganadería o la pesca en unas actividades beneficiosas para los humanos, los ecosistemas y todo el planeta.

¿Cuánto hay de cierto y cuánto de esperanza utópica?

Las tecnologías de vanguardia tienen la capacidad para cambiar realidades sociales, económicas o políticas de gran escala desplazando a los modelos existentes. Y, por ello, presentan grandes oportunidades, pero también riesgos y encrucijadas. Veamos qué posibilidades nos ofrece el progreso para aplicarlas en la agricultura. agricultura 3.0.

¿Realidad o ficción?

Aunque todavía quede tiempo para ver campos robotizados e hipereficientes como el que describíamos arriba, la expansión de internet –sobre todo a través de los dispositivos móviles– ya está dando sus frutos en muchos lugares del mundo, al menos en los países desarrollados.

El uso de aplicaciones móviles, por ejemplo, para conocer la predicción meteorológica da a millones de agricultores una pequeña gran ventaja para actuar en consecuencia. También existe otro tipo de “apps”, como la desarrollada por la FAO para luchar contra la plaga del gusano cogollero en África.

A principios de los años 90, cuando surgía la preocupación sobre los impactos medioambientales y sociales de la agricultura intensiva, el gobierno de los Estados Unidos impulsó el uso de tecnologías de este tipo en la agricultura, originalmente destinadas a fines militares. La hoy llamada “agricultura de precisión” vino a ser una forma de aprovechar esos avances al tiempo que se retocaba el modelo agrícola dominante para hacerlo más ecológico.

La idea seguía siendo continuar con grandes extensiones de monocultivos de alto rendimiento. Pero para salvar ese modelo, que empezaba ya a dar muestras de agotamiento, se echó mano de los últimos avances tecnológicos para calcular el uso mínimo de agua, fertilizantes y pesticidas sintéticos y otros químicos que requerían esos cultivos.

Lo que se perseguía era conseguir que los cultivos del planeta fueran algo parecido a ese campo inteligente imaginario con el que arrancábamos el capítulo. ¿Y cómo se podía conseguir? Gracias a lo que hoy llamamos el Internet de las cosas, es decir, aprovechando todo tipo de sensores interconectados entre sí, que permitirían –en gran medida permite ya hoy en día– tener en tiempo real más información sobre el estado y necesidades de los cultivos (y lo mismo con la acuicultura o los animales) de la que los agricultores han tenido nunca.

Conocer el estado exacto de una vaca, su peso, sus molestias, o su nivel de hidratación evita gastos innecesarios de alimentación o cuidados. Tener una imagen precisa del estado de un arrozal y monitorizar la llegada de plagas también permite reaccionar al instante y elude la aplicación de químicos de forma preventiva. Y estos son solo algunos ejemplos de cómo la obtención y el manejo de todos esos datos –con sensores térmicos, receptores de radiación, satélites, drones o cámaras de alta definición conectados entre sí y combinados con la inteligencia artificial– pueden ayudar a los productores de alimentos a adaptarse a las condiciones en cada momento y maximizar su eficiencia.

Imaginemos un sistema hiperconectado en el que una planta en cuestión recibe la cantidad exacta de agua en el momento óptimo del día y un fertilizante adecuado a su estado y a la época del año al tiempo que se monitoriza el nivel de nutrientes del suelo y se calcula qué cambios serán necesarios para evitar su agotamiento.

Sin embargo, esta aproximación a través de los datos presenta el mismo problema milenario que la agricultura ha arrastrado durante toda su historia: la incertidumbre.

La variabilidad de las condiciones de cultivo, en función de la zona, el tipo de suelo, el clima y las distintas pestes y amenazas es en muchas ocasiones incontrolable y, por eso, requeriría que los sistemas de precisión se adaptaran a cada lugar concreto.

Para ello, será necesario desarrollar algoritmos capaces de procesar todas esas variables, predecir los posibles cambios y reaccionar a cada uno de los incontables escenarios posibles. Porque una cosa son los beneficios que la recogida de datos y su procesamiento tienen para la propia producción de comida, y otra el efecto multiplicador que esto puede tener si la práctica se empieza a generalizar y extender.

Predecir el futuro

En este sentido, las llamadas “tecnologías de registro distribuido”, como el blockchain (cadena de bloques, en inglés), abren nuevas y mareantes posibilidades. A diferencia de las bases de datos tradicionales, la capacidad de estas técnicas de asegurar y proteger la procedencia y veracidad de los datos permite imaginar no ya un campo, sino un mundo agrícola interconectado que multiplique exponencialmente su eficacia.

Cada martes y cada jueves, a primera hora de la mañana, una veintena de profesionales se reúnen en un despacho de la sede de la FAO en Roma para cotejar y analizar las alertas de enfermedades animales que les han llegado por correo electrónico y otras vías desde distintos lugares del mundo. Es una buena forma –y bastante eficaz– de estar preparados para reaccionar lo antes posible y evitar contagios y propagaciones transfronterizas.

Pero ahora imagine el lector lo siguiente: todas las vacas, ovejas, cabras, cerdos y pollos de todos los rebaños y explotaciones ganaderas del planeta, equipados con sensores que miden parámetros como la temperatura corporal y otros indicadores de enfermedades. Todos conectados y analizados desde el ordenador de cada pastor o ganadero. Y estos, a su vez, conectados entre sí, en un servidor capaz de geolocalizar cada pequeña infección, rastrear su evolución y hasta averiguar su origen. El avance es significativo ¿no?

Y compartir información en cadena también cambiaría la forma de consumir. Podría permitir, por ejemplo, una trazabilidad exacta del tomate que nos llevamos a la boca o el contenido de la lata de atún que añadimos a nuestra ensalada. Y así saber si las prácticas del agricultor que lo produjo nos convencen.

Podríamos conocer también cuántos kilómetros recorrió el tomate y qué cantidad de emisiones generó. O asegurarnos de que el pescado que comemos sea realmente atún y que haya sido capturado de forma legal.

El potencial es casi infinito. Pero los riesgos tampoco son desdeñables. La concentración de esa información en pocas manos pondría a quienes la controlaran endisposición de manejar a su antojo el mercado global de alimentos, desde su producción hasta su distribución. Imagínese, por ejemplo, el efecto en cadena que podría tener sobre los precios alguien que tuviera información suficiente como para predecir la cosecha en los distintos lugares del mundo y especular en consecuencia para su propio beneficio.

El mal uso es, de hecho, una de las grandes preocupaciones que despierta el uso generalizado del big data, y no solo en la agricultura. Por eso parece necesario avanzar en el desarrollo de sistemas de seguridad que garanticen la privacidad y la protección de los datos. Y el establecimiento de regulaciones que señalen claramente las condiciones en las que toda esa información se puede compartir, para no generar posibilidades de abuso o posiciones dominantes indiscutibles.

Editar antes de servir

Desde los albores de la agricultura, el ser humano ha ido modificando las variedades que plantaba para mejorarlas: para adaptarlas a nuevos climas, para conseguir que fueran más resistentes o fructíferas, o para adecuarlas a sus necesidades o gustos. A veces incluso estéticos. Y lo mismo con los animales, a través de cruces y crianza, para conservar los más fuertes y mejores.

Ese trabajo milenario de agricultores, pastores y ganaderos ha servido para preservar una biodiversidad rica y variada que supone un gran arsenal de opciones ante posibles imprevistos. Biodiversidad que, como decíamos en capítulos anteriores, se ve hoy amenazada por el monocultivo extensivo y la marginación de las especies menos rentables desde el punto de vista comercial.

El riesgo de esa apuesta por algunas variedades es que perdamos otras “de repuesto” por si algún día nos fallan las primeras. Pensemos en la banana Cavendish, esa que supone casi la mitad de los plátanos del mundo, y en lo que podría suceder si una plaga la arrasara o la hiciera inviable.

Pero según algunos de los más firmes defensores de la tecnología, eso no debería suponer un problema. De ese proceso tradicional de mejora de las variedades, hemos llegado a un punto en el que la evolución de la ingeniería genética nos permite “editar” la cadena de ADN de una planta para, por ejemplo, hacerla resistente a una plaga. O conseguir que salga adelante con menos agua. O que produzca más grano. Y más allá.

Porque, en realidad, nos permite hacer prácticamente de todo. Cambiar el color de los tomates, el tamaño de las mazorcas, evitar que los champiñones se pongan marrones con el paso del tiempo. Pero también obtener vacas sin cuernos, pollos con más carne, etc.

Las consideraciones éticas son el punto de partida de la discusión. A día de hoy, hay muchos reparos en abordar la posibilidad de editar el genoma humano. Menos a la hora de hacerlo con animales, aunque aún no se venden alimentos de origen animal modificados de esta forma. Y muchos menos todavía en hacerlo con plantas, algo que ya es legal en países como Estados Unidos.

De hecho, iniciativas como la llamada “tecnología de repeticiones palindrómicas cortas, agrupadas y regularmente interespaciadas” (CRISPR, por sus siglas en inglés) permiten modificar aspectos concretos del genoma (es decir, el “libro de instrucciones” o “código fuente” de los organismos vivos) para obtener esos resultados deseados.

Porque ya se puede “leer” digitalmente lasecuencia de gran cantidad de especies vegetales o animales, e incluso de microbios. Y con el sistema CRISPR, se puede editar y cambiar de una forma cada vez más sencilla y menos costosa. Es un poder, aquí sí, prácticamente ilimitado que nos permite alterar la biosfera y reescribir las moléculas de la vida casi en cualquier modo que imaginemos.

Organismos genéticamente modificados

Quizá, para el lector, estas técnicas evoquen los famosos –y polémicos– transgénicos, pero hay algunas diferencias importantes. Los transgénicos u organismos genéticamente modificados, que empezaron a expandirse y comercializarse en los años noventa, aprovechaban la bioingeniería para mejorar los cultivos.

Lo hacían añadiendo al ADN de un tomate, por ejemplo, material genético externo o extraño (ya sea de otros organismos o salidos de un laboratorio). Así, se elaboraron trigos resistentes a enfermedades como la roya y otros cultivos transgénicos –como el famoso arroz dorado– que prometían menos problemas y mayor productividad.

Las reticencias contra la producción y consumo de alimentos transgénicos han sido muy numerosas, pese a que a día de hoy no hay evidencia de que sean perjudiciales para el ser humano. Otro argumento de sus detractores es que esos cultivos “mutantes” y “antinaturales” podrían mezclarse en la naturaleza y dar lugar así a “monstruos”, aunque tampoco se han registrado casos. Y también, como veremos en el siguiente capítulo, hay quien los ha acusado de ser una trampa y una posible ruina para los pequeños agricultores.

Pero la mayoría de estas objeciones se diluy con las nuevas técnicas de edición genética. Con ellas no se fuerza la naturaleza ni se hacen mezclas de genes imposibles. Toda mutación o modificación que se haga sobre la cadena de ADN de un organismo con la edición genética podría darse también de forma natural.

Es una forma, dicen sus partidarios, de acelerar hasta velocidades insospechadas el proceso tradicional de selección y mejora de las variedades que los agricultores han practicado durante siglos. También, sostienen sus defensores, ofrece nuevas posibilidades para estudiar y preservar la gran biblioteca de la biodiversidad y conocer más a fondo la utilidad de los recursos genéticos.

Con todo, también hay riesgos. Por un lado –y pese a que la precisión de algunos sistemas CRISPR se cifra en un 99,5%– existe la posibilidad de que se produzcan cambios sobre organismos o genes a los que no se dirige la edición, con resultados indeseados. Por otro, toquetear algo tan complejo –y de lo que aún queda mucho por descubrir– como el genoma, podría tener consecuencias inesperadas. Por no hablar de los peligros de un mal uso intencionado de esta tecnología para generar armas biológicas.

De nuevo, resolver y consensuar las cuestiones éticas que rodean estas nuevas técnicas y regular su uso frente al abuso es una misión ineludible para los gobiernos de todo el mundo y las agencias internacionales. Partiendo de la evidencia científica –y no de la superstición–, con la honestidad suficiente para explorar el verdadero potencial agrícola de la ingeniería genética.

¿Quién controla la tecnología agrícola?

Quizá el lector o la lectora, al conocer estas posibilidades –y aun asumiendo sus riesgos– se siente aliviada. Puede que no vea claro que solo con los principios de la agroecología seamos capaces de alimentar a una población creciente sin agotar los recursos naturales del planeta. Y es posible que, habiendo experimentado en primera persona los milagros de la ciencia moderna (en la medicina o en la comunicación, por ejemplo) confíe más en que será la tecnología la que solucione una vez más la papeleta.

Pero hay que poner en perspectiva el desarrollo de estas tecnologías y su posible aplicación y expansión. Desde mediados de los años ochenta, las economías y las sociedades de todo el mundo han sufrido cambios muy importantes. La liberalización de las reglas comerciales, iniciada entonces y extendida con el proceso de globalización, ha dado lugar a una concentración en pocas manos de los mercados a todos los niveles. Y el alimentario es un buen ejemplo.

Un puñado de multinacionales se reparten la inmensa mayoría de la producción y venta de semillas y pesticidas o fertilizantes, así como la investigación y comercialización de transgénicos. Otro pequeño grupo domina el sector de la distribución de alimentos. Y así con todo.

El tamaño de esas grandes corporaciones las convierte en actores centrales del sistema alimentario, al tiempo que resta a los Estados y gobiernos capacidad de acción. Las empresas, por su propia naturaleza, se mueven generalmente por intereses comerciales.

Vemos como, en el campo de la investigación agrícola, las compañías dominantes protegen sus avances con patentes para, obviamente, obtener un beneficio por ellos. Y también se centran en aquello que les es más rentable: los países más desarrollados o las economías de renta media.

Es aquí donde aparece una de las principales pegas de la tecnología como solución al reto de alimentar a todo el mundo protegiendo –y recuperando– los recursos naturales: por ahora, deja a un lado a los países en desarrollo y, sobre todo, a los pequeños agricultores.

Y sin contar con ellos –que constituyen una parte mayoritaria y esencial del sistema de producción de alimentos– no hay solución que valga. Si las herramientas de la agricultura de precisión son desarrolladas solo por las grandes multinacionales, parece bastante probable que sean ellas mismas las que se queden con los datos que esos sistemas capturen, en compensación por su labor de innovación.

Lo mismo con los grandes distribuidores y productores de comida y los datos de trazabilidad o consumo. Por eso, aún en el caso de que solo con tecnología, datos y edición genética se consiguieran formar sistemas productivos supereficientes que fueran sostenibles desde el punto de vista medioambiental, no podrían serlo desdeel punto de vista social si no se regula y limita su explotación.

Quizá un mundo poblado de grandes explotaciones hiperconectadas como las que describíamos al inicio podría producir comida para todos. Podría –a largo plazo– incluso lograrlo respetando y dando aire a un planeta oprimido. Pero todo el proceso requeriría probablemente dejar sin tierra y sin modos de vida a cientos de millones de personas; empujar a la pobreza –y al hambre– a millones de familias; generar inestabilidad, conflictos y migraciones descontroladas.

Y, sin el control y las regulaciones adecuadas, podría dejar en unas pocas manos privadas el futuro de la alimentación, excluyendo a la mayor parte de la humanidad y desterrando cualquier alternativa. Está claro que no pueden desdeñarse las posibilidades que ofrece la tecnología. Y mucho menos en base a creencias sin base científica.

El enorme reto que tenemos entre manos bien merece explorar todas y cada una de las posibilidades. Y los últimos logros de la ciencia, además, no tienen por qué ser enemigos de los principios de la agroecología. Más bien al contrario, ambos se pueden –y deben– complementar perfectamente.

Pero, sobre todo, hay que garantizar que los beneficios de todo ello alcancen a los 2.500 millones de pequeños productores de comida. Los que dan de comer al 80% del mundo y al mismo tiempo son los que más hambre pasan. En los protagonistas de esa terrible paradoja reside, precisamente por ello, el futuro de la alimentación.

Fuente: WEF