Theranos: la mala sangre de Elizabeth Holmes (la Doppelgänger de Mark Zuckerberg)

La película The Social Network (David Fincher, 2010) que retrata el momento de la vida de Mark Zuckerberg en que creó Facebook, la red social más popular de todo el mundo, dispuso de un presupuesto de 40 millones de dólares y al final consiguió obtener en taquilla a nivel mundial casi 225 millones. Nada mal para un cinta que no era propiamente un blockbuster ni aspiraba a serlo.

El documental The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley de Alex Gibney, que tuvo su premiere el 24 de enero de 2019 en el marco del Sundance Film Festival y que casi tres meses después HBO puso al aire para el público en general, no dispuso para su realización de un presupuesto tan generoso y sus ganancias, de haberlas, serán mínimas. Y quizá casual y desafortunadamente es así porque relata la historia del Doppelgänger de Zuckeberger, una mujer tanto o más brillante que él que, sin embargo, cruzó una línea que acaso todos los multimillonarios jóvenes de Silicon Valley han cruzado, pero se adentró tanto que llegado el momento fue incapaz de hallar el camino de regreso.

Con sólo 19 años, Elizabeth Holmes, la hija de Christian Rasmus Holmes IV, alguna vez vicepresidente de la malograda compañía Enron, y Noel Anne Daoust, quien trabajó como asistente de un comité del Congreso, decidió abandonar la Universidad de Stanford para fundar una empresa con la cual pretendía democratizar los servicios de salud. En un principio la llamó Real Times Cure, pero no pasó mucho tiempos antes de que la renombrara Theranos (una fusión de las palabras therapy y diagnosis).

Siendo niña, Holmes desarrolló un miedo anormal a las agujas y a las inyecciones. Fue a partir de ello que imaginó la creación de un método con el que pudieran llevarse a cabo pruebas de sangre sin que éstas resultasen invasivas para los pacientes. Así concibió la idea de hacerse de una gran cantidad de información a partir de un par de gotas de sangre que serían obtenidas mediante una punción mínima en la punta de un dedo. Así se lo dijo a Phyllis Gardner, su profesora de medicina en Stanford, a lo que ella respondió: “No creo que tu idea vaya a funcionar”.

Quizá Mark Zuckerberg también escuchó tales palabras cuando decidió ir más allá de la creación de una plataforma de Internet destinada a los alumnos de la Universidad de Harvard, pero, al igual que él, Holmes estaba decidida a transformar su idea en realidad… a costa de lo que fuera.

Paralelamente, mientras Zuckerberg fundaba Facebook, Holmes hacía lo propio con Theranos. Hacia 2004 ya había conseguido seis millones de dólares para levantar la empresa; en 2010 ya tenía 92 millones en capital de riesgo. Un año más tarde incorporó al ex secretario de Estado George Schultz como miembro del consejo consultivo y ya contaba con el apoyo de algunos influencers para su cruzada, entre ellos Bill Clinton y Henry Kissinger.

Con tal bagaje en su maleta, apenas y resultó lógico que Holmes convenciera al magnate de los medios Rupert Murdoch, a Betsy DeVos (quien se convertiría en secretaria de Educación en la administración de Donald Trump), al multimillonario mexicano Carlos Slim y a las familias Walton (dueños de Walmart y Sam’s Club) y Cox (Cox Enterprises), para que invirtieran en Theranos.

Es sólo que, como suelen hacer los productores de Hollywood y también los jóvenes emprendedores de Silicon Valley para conseguir dinero y financiar sus proyectos, Holmes mentía. El dispositivo Edison, con el cual se realizaban las pruebas de sangre en Theranos y que suponía la quintaesencia de la compañía, no ofrecía resultados precisos. Así se lo hicieron saber una serie de informantes anónimos de la propia empresa a John Carreyrou, el periodista de The Wall Street Journal que condujo la investigación que demolió a Theranos y tiene a Elizabeth Holmes con un pie en prisión bajo la amenaza de cumplir una condena de al menos 20 años.

De todo eso versa The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley, de eso y de todo lo que ocurrió tras bambalinas mientras Holmes pretendía emular a Steve Jobs vistiendo un jersey negro ceñido al torso, atraía a los inversionistas con su improbable voz grave pero contrastantemente seductora y convencía al mundo de que era posible realizar análisis sanguíneos con apenas un par de gotas, que a la postre serían más certeros, simples, baratos y asequibles para todo el mundo.

Uno a uno desfilan por el documental los empleados de Theranos que revelaron la verdad a Carreyrou; el propio periodista; Phyllis Gardner, la profesora de medicina de Stanford que le dijo a Holmes que su idea no funcionaría; algunos inversionistas que perdieron millones de dólares por haber invertido en la empresa, así como varios periodistas que cubrieron el caso. La mayoría de ellos convencidos de que Elizabeth Holmes, la chica maravilla que al igual que Mark Zuckerberg nació en 1984, mintió descaradamente para construir una compañía cuyo valor llegó a cifrarse en 9,000 millones de dólares y hoy ya no existe y simplemente no vale nada.

Sin profundizar, Alex Gibney deja entrever que hay un punto en el que la mayoría de los emprendedores que han construido el ecosistema de Silicon Valley han hecho lo mismo que Holmes: mentir para llevar a cabo sus propósitos. Y si bien eso no la exonera porque el ámbito de la salud siempre será un tema sensible, acaso debería poner bajo el microscopio a otras empresas que surgieron de la nada y hoy hacen que el mundo se mueva, se detenga y avance otra vez.

Para bien o para mal, con tropiezos, escándalos y descalabros, Mark Zuckerberg sigue al frente de Facebook y es una de las personas más influyentes del planeta. Elizabeth Holmes quiso hacer lo mismo y estuvo a punto de lograrlo. Pero mintió tanto, creyó tanto y se adentró tanto en sus propias mentiras, que llegado el momento fue incapaz de hallar el camino de regreso.